-Hola, buenas tardes, pasad, pasad, gracias por la visita.
La casa era, sin
exagerar, poco menos que fastuosa. El salón era amplísimo, y recordaba por sus
hileras inacabables de muebles antiguos repletos de libros a las bibliotecas
privadas de mansiones de gente acomodada que tantas veces había visto en el
cine. El mobiliario, y la enorme y ornamentada lámpara que colgaba del techo, produjeron en mi ánimo la ilusoria sensación
de haber penetrado en el pasado con el simple hecho de haber aceptado la
invitación de la señora Sistachs. La mesa baja a la que nos íbamos a sentar
estaba hecha de una madera oscura y fina, y estaba rodeada de mullidas butacas
de una antigüedad muy acorde con los elementos que llenaban parcialmente
aquella sala de estar, más grande que muchos de los pisos que había visitado a
lo largo de mi vida.
-No se quejará de falta de espacio, señora María –le dijo
Pilar mientras se quitaba la chaqueta.
-No, y más ahora que la casa está vacía, a veces tengo la
sensación de vivir en un castillo.
-Pues yo no he visto el foso por ninguna parte –dije.
-Ay, este Alex, qué cosas tiene –dijo Pilar poniendo cara de
circunstancias.
-No, no hay foso, pero como te portes mal soltaré al
cocodrilo –dijo María sonriendo y sentándose en una butaca.
Pilar y yo la imitamos,
los tres formábamos un triángulo isósceles alrededor de la mesita. La señora
María no aparentaba los ochenta años que tenía, quizás por su cabello teñido de
caoba, ondulado y abundante, y por la ligera capa de maquillaje que se había
puesto para la ocasión. Era una mujer alta y enjuta, seca de cuerpo pero no de
carácter, como había demostrado siguiéndome la corriente con la broma del foso.
Su catalán era impoluto, como su apellido y su casa situada en pleno Pedralbes
hacían suponer a priori.
-Qué muebles más bonitos tiene usted, y qué cantidad de
libros, hay centenares de ellos –le dijo Pilar.
-Es uno de los pocos placeres que me queda, la verdad.
Sentarme al Sol en el jardín cuando hace buen tiempo o en esta butaca cuando
hace frío y releer alguno de los libros que me han acompañado desde que llegué
aquí.
-Es una suerte que pueda usted leer, a sus años. Que los
lleva usted estupendamente, no quería decir lo contrario –añadió Pilar
halagándola- ¿A que sí, Alex, a que no aparenta la edad que tiene?
Yo ya conocía sobradamente aquella fórmula
de cortesía destinada a elevar el ánimo de nuestras contertulias, y asentí
inmediatamente, aunque no estaba seguro de que fuera a funcionar con una señora
tan leída. Era verdad que parecía tener menos de ochenta años, pero ciertamente
María nos tumbó rápidamente la estrategia.
-Anda, que eso se lo diréis a todas.
Pilar vaciló un
instante, pero fue ágil en la respuesta.
-No señora, a todas no, sólo lo decimos cuando es verdad. ¿A
que sí, Alex, a que sólo lo decimos cuando es verdad?
-Sí, sí, por supuesto.
Pensé que una
verdad a medias, a veces, puede convertirse en una sonada victoria, y me
dediqué a seguir con atención el diálogo que se entabló entre nuestra
anfitriona y mi compañera.
-¿Y pasea usted mucho, sale a la calle con frecuencia?
-Cada vez menos, los años no perdonan –respondió María-.
Cada vez me gusta más quedarme aquí con mis recuerdos y leer.
-Es como tener una biblioteca dentro de casa, debe ser
difícil aburrirse con semejante colección –comenté.
-Muchos eran de mi marido, en paz descanse. Por él me
aficioné a la lectura, yo de joven leía más bien poco, algún que otro folletín
y poca cosa más…alguna novela romántica o de aventuras, quizás, Dumas y todo
eso…por mi edad ya podrás intuir que no es nada extraño que tenga gustos
decimonónicos.
Sonreí
ampliamente ante el gracioso comentario de María, que a continuación nos
explicó una anécdota que tenía bien poco de folletinesca.
-No salgo mucho a la calle, pero es que bien pocas ganas me
han quedado después de las últimas veces que bajé al centro.
-¿Le pasó algo, que ya no baja? –quiso saber Pilar.
-Me han atracado ya tres veces. Tres veces, en el centro, y
la última vez que me robaron me agarré con tanta fuerza al bolso que me tiraron
al suelo y me hice un chichón al caer.
-Qué brutos también, lo que hay que oír –murmuró Pilar.
-Mucha necesidad habré de tener para volver a bajar por esos
barrios, aunque quizás aquí me podría haber pasado lo mismo. Claro que la culpa
es mía por bajar a la calle vestida de gala y con mis joyas…aunque tarde,
parece que la vida quiere enseñarme a ser discreta.
-Es triste que pasen estas cosas, pero es que la vida está
muy mal últimamente –dijo Pilar.
-Mira, cariño, yo puedo llegar a comprender que alguien
hambriento tenga que buscarse la vida, pero no creo que para eso sea necesario
ir abriendo cabezas de ancianas indefensas…en fin, qué le vamos a hacer…aquí
estamos, ¿no? Y vosotros, ¿qué me contáis? Sólo habéis venido dos, normalmente
a las tertulias acude más gente, ¿no?
-Nuestros compañeros están hasta arriba de trabajo, les era
imposible venir –explicó Pilar.
-Bueno, nosotros nos apañaremos –dijo María-. ¿Queréis un
té? Tengo té ayurvédico, es un poco picante pero está bueno, ¿hago una tetera?
-No se moleste, María, que hemos traído pastelitos y zumo
–dijo Pilar.
-No me cuesta nada, antes de que llegarais me iba a hacer
uno. ¿Tú quieres un té, guapo?
-Como usted quiera.
-Venid conmigo, acompañadme a la cocina.
La oscuridad
soñolienta que sellaba las habitaciones cobijaba aún más librerías y más
mobiliario añejo y vetusto. Sillas, mecedoras, camas, algún que otro reloj de
pared con sus monótonos péndulos, enormes crucifijos custodiando las cabeceras
de las camas…todo parecía sacado del almacén de un anticuario, todo menos la
cocina, que había sido reformada recientemente y que era como un oasis de
modernidad blanca entre tanto objeto de antes de la guerra. La señora Sistachs
hablaba y hablaba mientras preparaba el té, el olor que me llegaba de la tetera
me transportó en el acto a un piso de Girona, a un comedor repleto de amigos,
visualicé de nuevo los vasos llenándose de té en el cazo, vi de nuevo el rostro
cansado de un amigo desaparecido…
-…pues aunque no quiera voy a tener que moverme en breve,
porque no hay ningún herbolario por aquí cerca y se me está acabando el té
–decía mientras sacaba una bandeja de un armario de la cocina.
-¿No viene a su casa nadie para ayudarla? –le preguntó
Pilar.
-No, de momento soy capaz de valerme por mí misma.
-Su hija, claro, no podrá ayudarla viviendo donde vive…es
que nos dan información sobre nuestros contertulios cuando nos envían sus
direcciones.
-Sí que vive un poco lejos, sí…sólo la veo en Navidad, no
tenemos una relación muy estrecha que digamos.
El tono en que
fue hecha aquella confesión me incomodó, María no había podido ocultar del todo
un punto de resentimiento en su voz.
-A veces me llama durante la semana, otras veces se
olvida…la verdad es que mi hija está muy ocupada criando a sus hijos, ha sido
una madre tardía, la más pequeña de mis nietas aún no va al instituto.
-¿Es su única hija, verdad? –inquirió Pilar.
-No, tengo tres nietos.
-No, no, me refiero a usted, le pregunto si es la única hija
que tuvo usted.
-Ah, sí, fue hija única…mi marido la mimaba más…era su
princesa, la reina absoluta de la casa, le permitía todos sus caprichos…era
curioso, porque era yo la que a veces tenía que frenarla y echarle algún
sermón, mi marido y yo para eso nos cambiamos los papeles de la forma más
natural. Es que él estaba cegado con su niña, la niña para arriba, la niña para
abajo…y luego, claro, cuando se hizo mayor siguió imponiendo su ley, cualquiera
le llevaba la contraria a la señorita…
Pilar y yo
comprendimos que era mejor no hacer ningún comentario y dejar que María continuara
hablando de su hija.
-…primero fueron las discotecas, salía lo que quería y más.
Ernest, mi marido, siempre me decía que la dejara en paz, que la niña tenía que
divertirse, que estaba en la edad, y yo la consentía igual que él…cuando se
hizo un poco más mayor empezó a viajar, mi hija se ha recorrido medio mundo, no
paraba, cuando no era por estudios era por placer, cuando era por placer era
generalmente para verse con algún chico…
-Tuve una amiga parecida, muy mochilera ella –comenté.
-¿Mochilera? ¡Ja! Ya me hubiera gustado a mí que hubiera
salido hippie…no, qué va, si me salió sofisticada la niña, sus hotelitos y sus
pisitos en el centro de París no se los quitaba nadie, hasta tuvo un novio
parisiense, uno que yo supiese, estuvo a punto de casarse con él…y ahora,
mírala, en Almería que está…y que conste que no tengo nada en contra de esa
ciudad, Andalucía es una tierra preciosa, pero vaya, Almería no es París o Roma,
como bien podréis suponer.
Pilar y yo
seguíamos sin decir nada, ni podíamos contradecirla ni mucho menos meternos con
su hija, por lo que estábamos mejor callados.
-…es que yo me la quiero mucho a mi hija, sólo faltaría,
ella ha llevado la vida que ha querido llevar y no la juzgo, pero a veces
pienso que a la gente excesivamente caprichosa no le debe ser fácil encontrar
un equilibrio, un estado de felicidad que les dure demasiado…dura lo que tarda
en aflorar el siguiente capricho, y es difícil salir de esa dinámica…qué
curiosa es la vida, aquí hablando de mi hija con unos desconocidos, hablando de
temas que no le plantearía jamás a ella. A veces es más fácil hablar de cosas
personales con desconocidos, así no te arriesgas a herir los sentimientos de
los seres queridos, pero algo me dice que es un poco como el mundo al revés.
-Qué bien se expresa, María, como un libro abierto –le dijo
Pilar.
-Son muchos años ya, cariño, y muchas horas de lectura. Sólo
añadir, y prometo parar ya de hablar de mi familia, que al menos mi marido era
justo, y también me lo consentía a mí todo. Era todo un caballero mi Ernest, y
teníamos una conexión extraordinaria, nada usual.
-Usted puede hablar de su familia todo lo que quiera,
faltaría más –dijo Pilar haciendo un aspaviento con la mano.
-Bueno, no hay mucho más que contar, fuimos una familia
reducida pero feliz, mi marido no era mucho de salir de visita, entre su
trabajo, nosotras y sus libros poco tiempo le quedaba para otras ocupaciones…
Su marido había
sido uno de los empresarios catalanes más destacados de su generación, y con
sus beneficios había adquirido aquel palacete y había podido pagar las facturas
propias y las de su hija. María nos habló unos minutos de su marido, aunque se
notaba que no quería entrar en detalles o intimidades, sus palabras nos
pintaron a grandes rasgos el retrato de un hombre curiosamente austero y de una
normalidad casi insólita, muy alejada de la crónica de alta sociedad que
esperábamos escuchar.
-¿Y no se siente usted sola en esta casa tan grande? –le
preguntó Pilar al concluir María su discurso.
-No, no creas, leyendo se me pasa el día volando, no suelo
pensar mucho en mi soledad.
-¿Nunca le ha planteado su hija el que se vaya a vivir con
ella?
-Pues así directamente no, pero las puertas de su casa las
tengo abiertas siempre que me apetezca. Pero es que no sé si me adaptaría a
vivir con ella, primero porque me moriría de calor, y segundo porque esta casa
ejerce sobre mí un influjo abrumador…los libros, los muebles, el jardín, los
recuerdos que me traen… ¿habéis visto “Los Otros”, la película de Amenábar, la
de los fantasmas? Estoy convencida de que si realmente hay otra vida me quedaré
vagando por esta casa como alma en pena…de hecho le estoy recortando ya los
ojos a una sábana vieja que tengo por ahí.
-Y no se olvide de las cadenas, le dan mucho empaque a un
espectro –le dije.
-Con cadenas y todo el equipo completo. ¿Quieres otra tacita
de té, guapo? No te cortes, sírvete más.
-Gracias.
-Está muy bien esto que hacéis, la gente a la que visitáis
os debe quedar muy agradecida.
-Sí, la gente mayor suele ser muy agradecida –dijo Pilar.
-Nosotros también nos lo pasamos bien, se lo aseguro
–añadí-. Al menos a mí me encanta que me cuenten historias.
-Otra cosa no, pero a la gente mayor no les faltan historias
que contar –dijo María.
-La experiencia es un grado –dijo Pilar.
-Podríais pasaros a ver a una vecina mía, que también está
más sola que la una. La pobre tiene noventa y cuatro años y juraría que no la
visita nadie excepto yo y los trabajadores sociales que van a su casa.
-¿Noventa y cuatro años y vive sola? –preguntó Pilar.
-Sí, pero no creáis, ¡si la mujer está mejor que yo! La
tendríais que ver subiendo escaleras, le cambiaba ahora mismo mi condición
física con los ojos cerrados.
-Y los trabajadores sociales que la visitan, ¿no le han dado
el teléfono de nuestra asociación? –inquirió Pilar.
-No, no la visita nadie salvo los hijos, los fines de
semana, algún rato por las tardes. Esa señora es un caso, está totalmente
atrapada en los cuarenta; Clark Gable, Humphrey Bogart, Mirna Loy…siempre está
viendo películas. Se pone unos cascos enormes que parecen orejeras y se tira
todo el santo día delante de la pantalla.
-Bueno, mejor que esté con Clark Gable que con…
La expresión
severa de Pilar me hizo caer en la cuenta de que había estado a punto de hacer
una de esas observaciones críticas y subjetivas que en la asociación nos
recomendaban evitar.
-¿Sí, decías? –me preguntó María sonriendo burlonamente.
-Nada, oiga, que si le gusta el cine clásico…
-A mí también me encanta el Hollywood de aquellos años, pero
a ver, no creo que estar viendo siempre las mismas películas una y otra vez
tenga mucho sentido…hay que renovarse, a mí me gustan Amenábar, Almodóvar,
Nicole Kidman, Brad Pitt, ¿verdad que me entendéis?
-Sí, claro.
-Claro que, con la de tiempo que hace que no voy al
videoclub y que mi hija no me pasa películas, a lo mejor éstos que he dicho son
ya clásicos, quién sabe…a mí de todas formas lo que más me gusta es leer.
La tertulia pudo
haber tomado muchos caminos, pero la señora María la condujo hacia un relajado
debate literario; por el espacio de una hora aquello pareció más un club de
lectura que una tertulia al uso. Hubo un momento en que me pudo la curiosidad y
me alcé de la butaca en la que estaba sentado para repasar con la mirada las
filas de libros que se extendían a lo largo de las paredes del salón. Había de
todo, filosofía, historia, psicología, poesía, novelas…desde ediciones de lujo
de Platón o Shakespeare ajadas y descoloridas por los años hasta ediciones modernas
de escritores rabiosamente actuales como Paul Auster o Philip Roth. Una delgada
lámina de polvo amarillento revestía las librerías, adherida a la madera como
una media de seda a la pierna que le da la forma. María era decididamente
decimonónica en sus preferencias, coincidimos en nuestra predilección por
Balzac, y me recomendó encarecidamente que leyera obras y cuentos de Chéjov.
Pensé fugazmente que si esas lecturas sonaban desfasadas en boca de una mujer
de ochenta años, cómo sonarían en la mía…era mejor no pensarlo. Pilar no se
quedaba atrás en la conversación, también contaba con muchas lecturas a sus
espaldas, y acabó haciendo un comentario de lo más atinado teniendo en cuenta
la pantagruélica colección de libros que apuntalaba la estancia.
-Qué raro que usted o su marido no tuvieran nunca afición a
escribir. Con toda esta base de datos, no habría sido extraño que alguno de los
dos se hubiera animado.
-Sí, habría sido una posibilidad, pero nos faltaba
imaginación. Y eso que habilidad no le faltaba a mi marido, era un hombre
polifacético. Era capaz de escribirme poemas que habrían hecho sonrojarse a la
mismísima Corín Tellado, pero también fue capaz de escribirle un libro a un
forense amigo nuestro…no el contenido y los datos científicos, evidentemente,
lo que hizo fue ordenárselo y estructurárselo, hacérselo más literario. Pero
bueno, qué se le va a hacer, quizás la vida de Ernest junto a mí no fue todo lo
agitada que se le presupone a un escritor.
-No se crea, a veces escribir es lo más parecido que hay a
trabajar en una oficina –dije dando a entender más de lo que quería.
-Bueno, ha sido una charla muy agradable, señora María, pero
ahora nos tenemos que ir –dijo Pilar, que llevaba un rato mirando su reloj de
pulsera.
-De acuerdo, guapos. Vamos, que os acompaño hasta la puerta.
Y cuidado con el cocodrilo, ¿eh?
María nos
despidió desde la puerta agitando la mano y con una amplia sonrisa ensanchando
su flaco rostro. Se arrebujó en su chal como si una ráfaga de aire la hubiera
incomodado, y se metió en su casa antes de que nosotros hubiéramos salido de
aquel jardín con aroma a hierba fresca y a menta.
-¿Qué, Alex, te van gustando las tertulias? –me preguntó
Pilar cuando salimos a la calle.
-Sí, la verdad, no esperaba encontrarme con señoras así.
-Bueno, hay de todo, ya te encontrarás con otro tipo de gente.
Aunque ahora no te lo parezca, también hay abuelitas enganchadas a sus
culebrones y a sus revistas. Estamos visitando a mujeres muy poco
convencionales últimamente. Yo me quedo aquí en el bus, ¿vienes en bus tú
también?
-No, daré un paseo. Adéu, Pilar.
-Adéu.
Eché a andar; se
había levantado un poco de viento, y me subí la cremallera de la chaqueta para
taparme el cuello. Había asistido una vez más, sin ser siquiera una
confirmación, lo había visto y leído cuarenta veces ya, al hecho de que el nivel
económico de las personas, que tantas veces va parejo a la cantidad de tiempo
libre disponible, suele ser directamente proporcional al nivel cultural que
dichas personas presentan. Aunque, claro está, siempre existirían los hijos
rebeldes, las excepciones a la regla, y las flores en el desierto.