Bajé por la calle Bailén y doblé hacia la derecha en cuanto llegué a la calle Aragó. Me dirigía a mi primera tertulia; había quedado con una voluntaria, cinco minutos antes de la visita, delante del bloque de la persona mayor a la que íbamos a visitar. Estaba nervioso, el típico miedo a lo desconocido me había estado aguijoneando toda la semana; no había hecho más que preguntarme si me iba a gustar, si mi comportamiento iba a ser el adecuado…pero esos pensamientos, que por una parte me atenazaban y me causaban cierta incomodidad, en cierta manera también me espoleaban, porque alimentaban una curiosidad que iba creciendo a medida que me acercaba a la dirección que me habían dado. Me lié un cigarrillo en la puerta y esperé a que llegara mi compañera, que apenas tardó un par de minutos en aparecer.
-Hola, ¿eres el chico nuevo de las tertulias? –me preguntó
una mujer de mediana edad con los ojos de un azul casi transparente.
-Sí, ¿eres de la asociación?
-Sí, me llamo Marina, encantada. Y éste es mi hijo, Jordi.
Venía acompañada
por un chaval, apenas un adolescente. El padre debía ser suramericano, o a lo
mejor el chico era adoptado, porque Jordi tenía la piel cobriza, el pelo lacio
y negrísimo…resumiendo, todos los atributos propios de los suramericanos. Nos
saludamos y nos quedamos unos instantes en silencio, mientras la madre sacaba
un cigarrillo de su bolso.
-¿Es tu primera tertulia? –me preguntó Marina.
-Sí, es la primera. Estoy un poco nervioso, pero tengo ganas
de subir.
-No te pongas nervioso, que no pasa nada. Esto no es como el
acompañamiento semanal. En las tertulias, al ir en grupo, si un día uno está
con menos ganas de hablar estamos los demás para cubrirle.
-Ya. ¿Cuánta gente seremos? –pregunté.
-Seremos cinco, si vienen todos…hoy a la que tendréis que
echar una mano va a ser a mí, porque estoy más cansada…acabo de tragarme tres
horas al volante, he venido desde Lleida conduciendo sin parar para llegar a
tiempo a la tertulia.
-¿Por trabajo?
-Sí, he ido a inspeccionar una presa, me he tirado casi seis
horas al volante entre ir y volver y estoy saturada.
-Veo que a pesar de todo te ha dado tiempo a comprar la
merienda –comenté señalando la bolsa que Marina llevaba colgando del brazo.
-Bueno, ya la tenía preparada, la he recogido al ir a buscar
a mi hijo.
Miré al chaval y
pensé que era una gran idea por parte de la madre involucrar a su hijo en el
voluntariado; aparte de ser una buena excusa para hacer algo juntos, a nivel
educativo podía reportar al chico muchos beneficios, como el poder conversar
con personas de un sector de la población al que, exceptuando sus propios
abuelos, tendría un difícil acceso por otras vías. En ese momento apareció al
final de la calle un hombre al que había conocido en el taller de animación
sociocultural. Con él éramos cuatro, y Marina decidió que podíamos ir subiendo.
-Éste es Alex, es un voluntario nuevo –le dijo Marina.
-Ya le conozco, estuvo en el curso de la semana pasada –dijo
Oriol en catalán.
-Buenas tardes, Oriol.
-Ah, ¿eres catalán? –me preguntó Marina al oírme cambiar de
idioma.
-Sí, soy de aquí.
-Pues hablamos en catalán a partir de ahora, ¿vale?
-Vale, ningún problema.
A partir de ese
momento ya hablaríamos en catalán el resto de la tarde.
-¿Subimos ya, no? –le preguntó Oriol a Marina, que ya estaba
picando al piso de la usuaria.
-Sí, ya son y media. El otro chico ya vendrá.
Nos abrieron la
puerta y cogimos el ascensor para subir al piso de Carme, que era el nombre de
la señora que íbamos a visitar.
-Ya verás cómo al final de la visita la señora nos enseña el
piso –me dijo Marina-. Es un clásico.
-Normal –dije-. No deben tener muchas ganas de que nos
vayamos.
Nos recibió una
mujer sonriente, visiblemente contenta, y que aparentaba menos de los ochenta y
dos años que salían reflejados en el correo electrónico informativo. Quizás era
por el cabello que llevaba teñido de rubio, o porque su rostro apenas
presentaba manchas o arrugas que lo avejentasen. Después de los saludos y los
besos de rigor nos hizo pasar a un salón pequeño y bien iluminado con un
balconcito adosado que daba a la calle Aragó.
-Bueno, señora Carme, ya estamos aquí, ¿qué tal está? –le
preguntó Marina después de sentarse en una de las sillas que rodeaban la mesa
donde íbamos a merendar.
-Ay, muy bien, si no fuera por este calor estaría mejor
–contestó Carme sentándose en el sofá.
-Sí que hace calor, sí, falta poco para el verano ya.
La decoración del
piso era clásica y sobria, una sobriedad rota en algunos puntos por cuadros con
diferentes motivos que colgaban de las paredes: una mujer con los senos
desnudos, otra mujer envuelta en un vestido, blanco y vaporoso como una gasa,
mojándose los pies en la orilla del Mar, una reproducción de la catedral de
Notre-Dame de París…pero lo que más llamaba la atención era el mueble donde
reposaba el televisor apagado, que estaba invadido por fotos de la familia. Una
de ellas, enmarcada y colocada justo encima de la tele, mostraba a Carme y al
que debió ser su marido ya entrados en años, en actitud cariñosa, sonriendo a
la cámara, sentados ante los restos de un banquete. Al verla sola en la casa,
recordé el correo electrónico en el que nos informaron que la señora era viuda.
Marina, que había decidido espontáneamente ser la voz cantante de la reunión,
preguntó a Carme por las innumerables cajas de medicamentos que había
desparramadas en una mesita de madera, junto al teléfono fijo.
-Ay, parezco una farmacia, cariño –dijo Carme-. Hasta he de
ponerme el reloj para recordar las horas en que las he de tomar. Me dan
pastillas para la presión arterial, para el corazón, para el azúcar…
Supuse que
aquello iba a ser una constante, escuchar a nuestros anfitriones hablar de sus
enfermedades y de los achaques inherentes a lo avanzado de su edad…y no sólo
escuchar eso, sino todo lo que desearan contarnos; debían tener ganas de hablar
por los codos, con tanta soledad como algunos de ellos debían padecer. La
señora hablaba con fluidez, parecía tener sus facultades intelectuales
íntegras, y pasó a relatarnos un suceso relacionado con su estado de salud que
me puso los pelos de punta.
-…pero bueno, ahora aún puedo estar contenta, si llegáis a
venir dos meses antes me encontráis con bastón. Sufrí una trombosis que casi no
la cuento. Menos mal que el día que me dio tenía el móvil al alcance de la mano
y pude llamar al vecino de abajo, un chico la mar de agradable que sube a veces
a hacerme compañía y a preguntarme qué tal estoy, porque si no…
-¿No llamó usted a emergencias? –le preguntó Oriol.
-No, en aquel momento no sé qué me pasó, pero mi primera reacción
fue llamar a este chico, y él fue quien llamó a la ambulancia y a los bomberos.
El ascensor estaba estropeado, me tuvieron que atar a una camilla y sacarme por
la ventana…menos mal que estaba medio grogui, porque si no…qué espanto, a mi
edad, viviendo en un séptimo piso como vivo, con el miedo que me han dado siempre
las alturas…
Escuchando
aquello, empecé a entender por qué lo más deseado por la gente es llegar a
viejos bien de salud.
-Bueno, pero ahora está bien, ¿no? –se interesó Marina.
-Sí, aquello ya pasó, por suerte no me ha vuelto a ocurrir.
Pero es que la edad no perdona, cariño…me cuesta mucho caminar, me mareo con
frecuencia, me las veo y me las deseo para llegar al mercado y hacer la compra.
-¿No tiene una asistenta social para que le vaya a hacer la
compra? –continuó Marina.
-Ya me dice el chico de la asociación que pida una, pero de
momento, mientras pueda, prefiero hacerme las cosas yo misma.
-¿Se refiere al chico que le hace el acompañamiento semanal?
–inquirió Oriol.
-Sí, un chico de vuestra asociación, se llama Francesc, es
más simpático él…hace ya un año que viene aquí a casa, los martes por la tarde.
-Qué bien, así ya no está usted tan sola, ¿verdad, señora
Carme? –comentó Oriol.
-Me hace mucha ilusión cuando viene a casa –dijo Carme
quitándose las gafas y dejándolas colgar de su cuello-. Aunque yo no estoy
siempre sola, no os creáis, entre el vecino de abajo y mi hijo, que siempre que
puede viene a verme, al menos tengo alguien con quien hablar de vez en cuando.
-¿Vive cerca de usted, su hijo? –quiso saber Marina.
-Cuando está en Barcelona sí…
-¿Que viaja mucho?
-Uy, sí, siempre está de arriba abajo, me recuerda a su
padre, que en paz descanse…ahora está en Sierra Leona, fíjese usted si se ha
ido lejos…no para, es por su trabajo, es gerente de una ONG y siempre está
supervisando proyectos, creo que sólo le falta por visitar Australia…es clavado
a su padre, cortados por el mismo patrón, siempre se lo digo, aunque él bien
que lo sabe ya.
-Vaya, Sierra Leona…pero… ¿allí no están en guerra?
–preguntó Marina adivinando la inquietud de todos.
-Ahora no, que yo sepa, al menos mi hijo no me lo ha dicho.
-Siempre ha sido un país muy inestable, pero ahora creo que
llevan un tiempo sin guerras –observé.
-Hace años salieron noticias de la guerra en Sierra Leona,
las cosas se pusieron muy mal para la gente de allí. Claro que como en África
hay tantos conflictos puede que me confunda de países –dijo Marina.
-Ay, por favor, no me asustéis –dijo Carme mordisqueando una
de las patillas de sus gafas-. Que a mí me da un poco de miedo que viaje a
estos países, pero no le digo nada, es su trabajo, no le queda más remedio que
ir…qué se le va a hacer…mientras él está fuera sube mucho a verme un vecino, es
muy amable, me hace mucha compañía.
-¿Es un hombre mayor, de su edad, o más joven? –pregunté.
-Comparado conmigo es joven, claro, tiene cincuenta años,
medio siglo recién cumplido –respondió Carme adoptando un gesto satisfecho al
hablar de su amigo-. Viene aquí, hablamos, me cuenta cosas de su trabajo…
-¿Tiene familia él? –pregunté.
-No, no tiene, vive solo.
Lo había intuido
casi sin querer, de ahí la pregunta; quizás el hombre habría subido a verla
igual de haber tenido familia, no pretendo afirmar lo contrario…la única
conclusión que saqué fue que a ciertas edades a nadie le gusta estar solo; se
puede acabar echando de menos una familia, para no hallar el hogar vacío, sin
voces que lo animen, día tras día. Pensé que quizás Carme le recordaba a aquel
hombre a su madre, y a la inversa, él le recordaba a Carme a su hijo…y descubrí
que mi imaginación no iba a descansar ni en las tertulias, no llevaba ni diez
minutos y ya estaba disparada.
-Bueno, Carme, ¿quiere usted un zumo y unas galletas? –le
ofreció Marina sacando una caja de la bolsa que había traído.
-¿Habéis traído merienda? No hacía falta, de verdad, ¿por
qué os habéis molestado?
-No es molestia, no se preocupe.
La señora Carme
hizo un tímido amago de ponerse en pie pero se detuvo al ver a Marina sacando
unos vasos de plástico de la bolsa.
-Traéis vasos, habéis pensado en todo.
-Claro, así no tiene usted que lavar nada –dijo Marina
mientras abría la caja de galletas.
Yo era el que
estaba más cerca del sofá, y le acerqué a Carme un vaso con zumo de piña y uva
y le ofrecí el surtido de dulces. Ella cogió una galleta y el vaso y se lo
acercó a los labios para dar un pequeño sorbo.
-Y nos decía que su hijo estaba en…en…Guinea, ¿no? –dijo
Marina.
-No, en Sierra Leona –le recordé.
-Ay, sí, eso…Sierra Leona.
No debía ser
fácil meterse en una tertulia con una persona mayor después de haber estado
trabajando todo el día; a Marina le había fallado el cambio de chip y se había
equivocado de país.
-En Sierra Leona, sí…clavado a su padre que es el hombre, no
puede estarse quieto en ningún sitio…es que mi marido viajaba mucho a causa de
su trabajo, y todos con él, quizás por eso mi hijo ha salido así de viajero.
-¿Viajaban mucho ustedes cuando eran más jóvenes? –preguntó
Oriol.
-Sí, no parábamos quietos nunca…era a causa del trabajo de
mi marido, entró a trabajar en una petrolera, y recorría toda Europa para
hablar con clientes y buscar otros nuevos…siempre que podía nos llevaba con él,
se sentía más acompañado con nosotros al lado; estuvimos en Londres, en
Budapest, en Munich, en Roma, en tantos y tantos sitios que ya ni los recuerdo
todos…tengo ahí una caja de recuerdos con un montón de tarjetitas de hoteles y
de postales, durante un tiempo me aficioné a coleccionarlas, para luego poder
acordarme de todos los sitios a los que fui. Con deciros que he vivido cuarenta
años en París, con eso os lo digo todo…y no creáis que me quedaba en casa
cuando mi esposo se iba de viaje sin nosotros, me cogía a los niños, porque
tengo otra niña, la pequeña de la pareja, y me iba por mi cuenta a visitar más
países, me iba sola con mis hijos a Alemania, a Austria, a Checoslovaquia…
-Vaya, Carme, no siga que me está dando envidia –dije
tratando de hacer una broma-. Que yo lo más lejos que he ido ha sido a Andorra.
Oriol rió con
ganas; Jordi también, saliendo de su mutismo.
-Ay, ¿con lo baratos que están los viajes hoy en día y sólo
has ido a Andorra? –me preguntó Carme.
-No, bueno, era una broma –aclaré-. También he ido a Madrid.
No soy de altos vuelos que digamos.
-Pues di que sí, que Andorra es la mar de bonito, con todas
esas montañas y esos valles.
-Ah, y también he estado en Girona –añadí.
-Ah, ¿sí…? ¿Has estado en Girona, tan lejos? Ja, ja…qué
gracioso es este chico.
-No tenía usted miedo, ¿eh, Carme? –dijo Oriol.
-¿Miedo? Yo no, miedo nunca he tenido, siempre fui una mujer
valiente. Me gustaba ver lugares nuevos y no me arredraba ante nada, bien tenía
que ocupar los días y las semanas en que no veía a mi marido.
-Cuarenta años en París…–empecé a decir-. Hablará usted
francés tan bien como el catalán o el castellano.
-Pues sí, llegué a conocer París como la palma de mi mano.
Ahora, es curioso, porque Francesc, el chico de vuestra asociación, también ha
vivido una temporada en París, y me trajo un plano en el que pudimos ver dónde
vivió él, y dónde viví yo, los sitios a los que solíamos ir…me trajo unos
recuerdos…recordé Montmartre, el Bois de Bologne, el Parc du Montsouris, el
Bois de Vincennes, los parques de París son muy bonitos, me vinieron a la
cabeza con tal nitidez que creí estar recorriéndolos de nuevo con mi familia.
Uno de los barrios en que vivimos fue Passy, en el distrito dieciséis creo
recordar, había unas casas antiguas preciosas, y también vivimos al lado del
Hospital Americano…Passy era un barrio muy tranquilo, y la de gente que
conocimos allí...era gente acomodada, muy educada, nos invitaban de vez en
cuando a sus casas de campo. Para los niños fue una experiencia muy grata,
podían jugar a tenis o montar a caballo con los niños franceses, aprendieron el
idioma enseguida. Fue una época muy bonita, un fin de semana hasta conocimos a
los Sarkozy, aún me acuerdo del pequeño Nicolás, siempre me lo encontraba por
las mañanas en la panadería cuando iba a por su cruasán…y ver ahora hasta dónde
ha llegado, presidente de la República, quién lo hubiera dicho habiéndole visto
tan crío…
Carme habló sin
parar durante un buen rato, yo estaba sorprendidísimo con todas las
experiencias que nos relataba…durante la semana había especulado sobre qué iba
a encontrarme en la tertulia y, claro, había supuesto que escucharía historias de
médicos, de los hijos, de la guerra y la posguerra…pero no hubiera podido
imaginar encontrarme con una señora tan bien relacionada. Aunque ya me habían
advertido que también iba a encontrarme con usuarias de clase alta, no dejaba
de sorprenderme lo que llegaba a mis oídos. Carme siguió hablando, nosotros
escuchábamos atentamente, la mujer tenía tantas ganas de hablar que parecía
casi de mal gusto interrumpirla con alguna pregunta.
-…a veces nos invitaba a su casa de campo el jefe de mi marido,
uno de los directivos de la petrolera, y nos trataba igual que si fuéramos
amigos de la familia…eran gente muy refinada, educadísima, muchas veces se dice
de este tipo de gente que son esto y lo otro, pero de verdad, cuando vi a un
hombre tan importante y con tanto dinero levantarse de la mesa para hacerme un
café, a mí, ya me diréis, a la esposa de un empleado, te das cuenta de que son
gente tan humilde y tan sencilla como lo pueda ser cualquiera…
Pensé que me
había salido un pelín elitista la señora, y tal pensamiento me hizo sonreír
solapadamente. Al mirar las caras de mis compañeros no atisbé en ellas
variación alguna, excepto en la de Marina, cuya expresión se había ensombrecido
sensiblemente, como si las palabras de Carme le estuvieran incomodando un poco.
-…si llegamos incluso a conocer al séquito de un príncipe
saudí, de la familia del rey Fahd, nos reunieron en un hotel y nos dieron un
banquete…yo no sé cuánto dinero se debieron gastar, pero estaba todo exquisito,
y la gente era muy guapa, muy educados todos…
-Sí, vamos –comentó Marina-. Los de las petroleras, ya se
sabe, una gente majísima.
Marina, aunque
fuese irónicamente, había querido dar su opinión sobre el tema. Pero Carme no
lo percibió, o no quiso darse cuenta, porque siguió hablando y hablando hasta
que se le acabaron las anécdotas de ese tipo. Normal que Marina no pudiera
callarse; conocer a alguien que hablase bien de las petroleras y de sus
magnates, a estas alturas de la película, era todo un hallazgo.
-Vaya, Carme, sí que tiene usted recuerdos para pasar el día
acompañada, vaya vida que ha llevado, ¿eh? –dijo Oriol cuando Carme dejó de
hablar.
-Pues sí, no me puedo quejar…algunas personas se angustian
cuando llegan a viejas, pero yo no, de verdad…si no tuviera los años que tengo
no habría vivido lo que he vivido, es de sentido común. Simplemente es cuestión
de aceptar la vejez, es parte de la vida, creo yo.
-Pero ahora está bien, ¿verdad?
Pensé que era una
pregunta un tanto curiosa. Que si estaba bien, le preguntaba…una mujer de su
época, con la vida que había llevado, como para sentirse mal o arrepentirse de
algo…
-Desde luego, y tanto que se la ve bien…no aparenta la edad
que tiene, parece que tenga setenta como mucho, ¿a que sí? –añadió Marina
instándonos a asentir mientras Carme sonreía halagada.
-Sí, desde luego –dijimos Jordi y yo.
-Al menos ya tiene cosas para explicar, ya –prosiguió Oriol.
-Sí, y unas ganas de hablar tremendas, ya lo podéis ver.
Antes, cuando vivía mi marido, podía hablar con él y compartir los recuerdos,
pero ahora…paso tanto tiempo sola que cuando pillo a alguien por banda no puedo
parar de hablar, parezco un loro.
-¿Hace mucho que murió su marido? –preguntó Marina.
-Cinco años hará ahora en septiembre –respondió Carme
mudando de expresión-. Un cáncer de huesos, sufrió mucho mi pobre marido. Ya
había tenido un cáncer a los cincuenta años, de pulmón, y sobrevivió, pero este
segundo…casi acabó deseando que le llegara la hora, pobre hombre, de tanto que
le dolía…
Empezó a
describir algunos de los síntomas del cáncer padecido por su marido y
desconecté unos minutos de la tertulia; había sido todo tan positivo hasta
aquel momento que sentí dolor ajeno por el terrible final de su esposo. Él nos
observaba desde la foto enmarcada que, vista en perspectiva, parecía descansar
sobre la nariz grande y ganchuda de su viuda. Curiosamente no llegué a
preguntar a Carme cuál había sido exactamente la profesión de su marido, un
hombre con unos jefes y unos clientes tan bien situados…deduje que posiblemente
habría ejercido de agente comercial, o de relaciones públicas, algo de ese
estilo, y ya no se me ocurrió preguntárselo...
-¿Y su hija? –inquirió Marina-. ¿Viene mucho a verla su
hija?
-Pues no, no puede, ella vive lejos, en L’Escala. Viene
algunos fines de semana, cuando puede, y trae a mis nietos, son esos niños de
las fotos que veis ahí.
En las fotos
salía una mujer joven sosteniendo en brazos a una niña pequeña, esa misma niña
o su hermana aparecía en otra, más mayor, con el vestido de la primera comunión;
también había un niño disfrazado de pirata, apuntando con un sable a la
cámara…el mueble se había convertido en una especie de altar dedicado al
recuerdo de su familia.
-Son de mi hija, mi hijo no se ha casado –aclaró Carme.
-Tiene que pedirles a sus hijos que vengan más a verla, que
la tienen un poco abandonada, Carme –le aconsejó Oriol-. No podrán decirle que
se aburren, con las historias que usted explica.
Carme se ajustó
las gafas con su dedo índice y se puso súbitamente seria, alzando el mentón,
como si le hubieran herido en su orgullo. Pero sólo fue un instante, luego
apartó la vista, cambió de postura en el sofá y, como hablando consigo misma,
nos dijo:
-No, no les diré nada, ¿por qué habría de decírselo…? Ellos
tienen sus trabajos, sus vidas, mi hija tiene a su familia, vienen a verme
cuando pueden, no les pediré nada…no, a mí no me vais a oír quejarme de mis
hijos o de mi situación, es la que es y ya está, jamás se me ocurriría decir
que mis hijos no me tienen atendida, no van a salir de mi boca esas palabras.
La mujer mostraba
una fidelidad a sus hijos incondicional, encomiable, tanta que no era capaz ni
de hacerles el más mínimo reproche. Me pregunté lo que tantas veces me había
preguntado, si tan terrible es vivir con una madre anciana en la misma casa.
Marina se apresuró hábilmente a cambiar de tema, e invitó a Carme a que viniera
a la fiesta que los Amics de la Gent Gran ofrecían a sus usuarios una semana
antes de San Juan.
-Ya me lo dijo Francesc, y también organizáis fiestas en
Sant Jordi y en Navidad, ¿verdad?
-Sí, vienen los voluntarios con sus amigos, con las personas
mayores, bailamos, tomamos algo…está muy bien, debería usted venir –le explicó
Marina.
-Me gustaría, pero no sé si ir –dijo Carme en lo que a mí me
pareció un arranque de timidez-. Es que me mareo con mucha frecuencia, no sé si
estoy para muchas fiestas.
-Bueno, como usted quiera, Carme, si cambia de opinión y se
anima se lo comenta a Francesc y él la llevará.
-No sé, no me gustaría causar ninguna molestia, si me diese
algún mareo en la fiesta…
-No se preocupe, por favor, no sería ninguna molestia
–insistió Marina-. Si en este tipo de encuentros ya está todo preparado por si
alguien se siente indispuesto o toma una copa de más.
-Anda, ¿tomáis champagne en estas fiestas? –preguntó Carme
sorprendida-. Pues a lo mejor cambio de opinión y me apunto, hace tiempo que no
pruebo el champagne.
-Tomamos pero con moderación, no se piense –aclaró Marina-.
No creo que nos dejasen llevarnos a la gente mayor de fiesta para emborracharles,
no estaría muy bien visto.
-Ja, ja –rió Carme-. Desde luego que no, no creo que las
familias quedasen muy contentas con la asociación.
-El alcohol mejor dejarlo para la juventud, y ni eso, si me
apura, que ahora hay unas tasas de alcoholismo juvenil que asustan –dijo
Marina.
-Es que los tiempos han cambiado, sobre todo para las
mujeres –dijo Carme-. Antes estaba mal visto ver a una mujer borracha, causaba
mala impresión, ahora fuman, beben, salen con quien quieren…como los chicos,
vaya, afortunadamente hemos avanzado algo al respecto.
-Sí, afortunadamente –apuntó Marina mirando su reloj.
Yo también miré
la hora en mi teléfono móvil, y me sorprendió que la hora y media de visita
hubiera pasado tan rápido.
-Bueno, Carme, nos tendremos que ir yendo, ha sido un placer
conversar con usted –dijo Marina mientras llenaba una bolsa vacía con los vasos
y el envoltorio de la caja de galletas.
-¿Ya se ha pasado la tarde? –preguntó Carme sorprendida-.
Quién lo diría, se me ha pasado volando…cuando una está a gusto se pasan las
horas que ni te enteras.
Nos alzamos de
nuestras sillas y besamos todos a Carme. No sabíamos cuándo podríamos volver a
verla, ni si la volveríamos a ver; a tales alturas de la vida el tiempo se
convierte en un lujo, un lujo increíblemente frágil, volátil.
-Esperad un momento, que no os he enseñado el piso –dijo
Carme abriendo la puerta de su habitación.
Recordé las
palabras de Marina y me sentí incómodo al ver a Carme con tan nulas ganas de
que nos fuéramos. Nuestra marcha significaba para ella volver a la soledad, a
la fría incomunicación de las paredes de su piso, pero no podíamos hacer nada
por evitarlo; no éramos sus hijos, ni éramos parientes suyos, simplemente
habíamos sido sus contertulios durante una tarde y había llegado el momento de
irnos a nuestras casas. La señora nos mostró su piso, que era igual de sobrio
que la sala de estar, y nos acompañó a la puerta repartiendo halagos,
agradecida por nuestra visita.
-Hala, que vaya bien, guapos, ojalá volvamos a vernos, sois
muy majos, me lo he pasado muy bien.
-Adéu, señora
Carme –nos despedimos.
La puerta se
cerró, dejando a Carme sola en el piso y a nosotros esperando el ascensor.
-¿Qué te ha parecido? –me preguntó Marina en cuanto llegamos
a la puerta del edificio.
-Muy bien, no me lo esperaba.
-¿Qué no te esperabas?
-Que la mujer estuviese tan bien, y con tanto ánimo, que nos
explicase esas historias, es una señora muy interesante.
-Me alegro de que te haya gustado –dijo Marina besándome las
mejillas-. Bueno, adéu, Oriol,
Alex…he de irme, nos vemos de aquí a dos semanas.
-Vale, nos vemos –me despedí.
-Adéu –dijo Oriol.
-Adéu –dijo Jordi.
Empecé a caminar,
y por el camino no dejaba de reflexionar acerca de lo duro que debía ser pasar
el ocaso de la vida sola en un piso, sin más compañía que la que te quisieran
dar, habiendo llevado una vida tan emocionante y tan plena como la que había
llevado Carme…no creo que fuera fácil, cuanto menos la mujer debía estar
experimentando un tremendo contraste. Y pensé, como consuelo, que las
generaciones anteriores a la mía estaban formadas por gentes más duras, más
capaces de afrontar los reveses de la vida; que eso las salvaba de hundirse
demasiado en sus propios pesares y les permitía mostrarse animadas aunque por
dentro estuvieran sufriendo. Contento por cómo había ido mi primer día como
voluntario y con ganas de llegar a casa para explicárselo todo a mi madre,
recorrí en sentido inverso la calle Bailén.